
“He perdido las hojas. Traía un discurso preparado y lo he perdido”, nos dijo nada más comenzar.
Y, verdad o no, qué más da, fue para mí una suerte. De otra forma, no hubiese sabido que la isla de Lobos se convierte cada mediodía en una sabrosa chuleta para los estómagos hambrientos, como alimentó la imaginación y (o) el estómago de Rafael unas cuantas veces. Si no hubiera perdido su discurso, nunca hubiese sabido que es posible sobrevivir con dieciséis litros de vino y ocho higos pasados a la semana. Porque así es como sobrevivió Rafael durante su estancia en Lanzarote.
Y, verdad o no, qué más da, para mí fue un acierto acudir a su cita. No es fácil (en estos días que corren), adentrarse en el rincón de su imaginación, en el rincón de la comunicación fácil y de la risa... Y es que con Rafael, jugamos, inventamos, reinventamos su historia, sus historias. Nos reímos con él y compartimos la magia de sus palabras.
Es de agradecer a su profesor de reválida, que le preguntara por el día de la semana en que había nacido Teresa de Jesús. Con aquel obvio suspenso y el posterior y desafortunado discurso de su padre, Rafael encontró las razones de peso que necesitaba para marcharse. Él le confesó que quería ser poeta, y su padre, convencido de poder disuadirlo, le dijo: “No conozco ningún poeta que tenga coche”. “Ah...”, contestó Rafael, “si tú has estudiado medicina para tener un coche, no tenemos nada más que hablar.”
Y, verdad o no, qué más da, ha sido un privilegio tenerlo entre nosotros, escucharlo, sentirlo tan cerca y luego añorarlo. A Rafael, muchas gracias.